(Vida en Comunidad - Dietrich Bonhoeffer-4. El Servicio)
Nuestra profunda desconfianza hacia todo cuanto sea palabra, sofoca a menudo lo que deberíamos decir personalmente al hermano. ¿Qué puede aportar una débil palabra humana al otro? ¿Debemos multiplicar los discursos vacíos? ¿Debemos, ante una angustia real, pedir ayuda a los profesionales de la palabra? ¿Hay algo más peligroso que abusar de la palabra de Dios? Pero, por otra parte, ¿hay algo más grave que callarse cuando se debería hablar? ¡Cuánto más fácil resulta la palabra desde el púlpito que la que voluntaria y libremente pronunciamos, debatiéndonos entre la responsabilidad de callarnos y el temor de hablar!

Afirmar de entrada que todos tienen este derecho y este deber no sería dar pruebas de comprensión en la fe. El espíritu de coacción podría reaparecer aquí bajo su aspecto más detestable. Creemos que el prójimo tiene el derecho y el deber de defenderse contra las intromisiones inoportunas en su vida interior. Posee su propio misterio que no debe profanarse sin gran perjuicio, y que él no puede entregar sin destruir su personalidad. Se trata, más que del misterio de su saber o de su sensibilidad, del misterio de su libertad, de su salvación, de su ser profundo. Y sin embargo debe reconocerse que este escrúpulo, en sí legítimo, tiene una afinidad peligrosa con aquellas palabras de Caín: «¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?». El respeto aparentemente justificado ante la libertad del prójimo puede caer bajo la maldición de Dios: «Te pediré cuentas de su sangre» (Ez 3, 18).

La base de la que hay que partir es esta: saber que mi hermano es un pecador abandonado y perdido en toda su dignidad humana si no recibe ayuda. Esto no significa desacreditar ni deshonrar su honor, al contrario, es tributarle el único verdadero que posee el hombre: hacerle saber que, aunque pecador, está destinado a tomar parte en la misericordia y gloria de Dios, a ser hijo suyo.
El conocimiento de la verdadera situación del prójimo da a nuestra palabra la libertad y franqueza necesarias. Nuestro propósito se orienta a la ayuda que necesitamos unos de otros. Nos mostramos el camino que Cristo nos manda seguir. Nos ponemos mutuamente en guardia contra la desobediencia y sus consecuencias mortales.
Nuestra palabra, es a la vez, dulce y dura porque conocemos la bondad y severidad de Dios. ¿Por qué tenernos miedo unos a otros, cuando sólo debemos temer a Dios? ¿Por qué temer no ser comprendidos, si nosotros hemos comprendido perfectamente cuando alguien -a veces con palabras torpes- nos ha hablado del consuelo y la amonestación de Dios? ¿Por qué, si no, Dios nos ha hecho el regalo de la fraternidad cristiana?

La amonestación es necesaria siempre que el hermano cae en un pecado manifiesto; es mandato de Dios. La disciplina debe comenzar a ejercerse a partir del ámbito más estrecho de la comunidad. Se trata de hablar clara y firmemente siempre que la comunidad familiar -y por lo mismo la Iglesia- está amenazada por modos de vivir o de pensar que reniegan de la palabra de Dios.
Nada puede ser más cruel que esa forma de indulgencia que abandona al prójimo en su pecado. Y nada puede ser más caritativo que la seria reprimenda que le saca de su vida culpable. Dejando que entre nosotros únicamente la palabra de Dios despliegue su poder de juicio y salvación, estamos cumpliendo un acto de misericordia, y ofrecemos al prójimo una última posibilidad de auténtica comunión fraterna.
No somos nosotros los que juzgamos; sólo Dios juzga, y su juicio es recto y saludable. Hasta el último momento no podemos hacer otra cosa que servir al hermano sin elevarnos nunca sobre él; y continuaremos sirviéndole incluso cuando debamos transmitirle la palabra que condena y separa, rompiendo de este modo, por obediencia a Dios, nuestra comunión con él. Porque nosotros sabemos que no es nuestro amor humano lo que nos mantiene fieles al prójimo, sino el amor de Dios que a través del juicio llega al hombre. La palabra de Dios, al mismo tiempo que le juzga, está sirviendo al hombre; y es aceptando el juicio de Dios como el hombre recibe la ayuda que necesita. Aquí es donde se ponen de manifiesto los límites de nuestras posibilidades de acción para con el prójimo: «Nadie puede rescatar al hombre de la muerte, nadie puede dar a Dios su precio, pues muy elevado es el rescate de la vida, y no se llegará jamás a él» (Sal 49, 7-8). Esta abdicación del hombre confirma y presupone que nuestro hermano no puede recibir ayuda y redención más que de Dios y su palabra. No tenemos en nuestras manos el destino de nuestro prójimo, y cuando las ataduras tienen que disolverse, nosotros no podemos impedirlo. Dios, sin embargo, une en la ruptura, religa en el mismo acto de la separación, concede su gracia en el juicio. No obstante, ha puesto su palabra en nuestra boca, y quiere que sea pronunciada por nosotros. Si nos guardamos su palabra, la sangre de nuestro hermano caerá sobre nosotros. Si, por el contrario, la proclamamos, Dios se servirá de nosotros para salvar a nuestro hermano. «Quien convierte a un pecador de su errado camino, salvará su alma de la muerte y cubrirá la muchedumbre de sus pecados» (Sant 5, 20).
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