Dietrich Bonhoeffer - Vida en comunidad - No Juzgar:
Una regla esencial de la vida cristiana comunitaria es que nadie se permita pronunciar una palabra secreta sobre otro.
Está claro que aquí no nos referimos a la corrección fraterna personal. Lo que se proscribe es la palabra oculta que juzga al otro, incluso cuando se pretende ayudar, y la intención es buena; pues es precisamente bajo esta apariencia de legitimidad por donde mejor se infiltra en nosotros el espíritu de odio y de maldad.
Este no es el momento de enumerar los diferentes modos de aplicación y las limitaciones de esta regla. Se trata más bien de una decisión personal y concreta.
Bíblicamente la cuestión está clara:
«Te sientas a hablar contra tu hermano, deshonras al hijo de tu madre ... Te acusaré, te lo echaré en cara» (Sal 50, 20-21).
«Hermanos, no murmuréis los unos de los otros. El que murmura del hermano y juzga a su hermano, murmura de la ley y juzga a la ley; pero si tú juzgas a la ley, no eres cumplidor de la ley, sino juez. Uno solo es el dador de la ley, que puede salvar o perder; pero tú ¿quién eres para juzgar a otro?» (Sant 4, 11-12).
«Ninguna palabra corrompida salga de vuestra boca, sino palabras buenas y oportunas que favorezcan a los oyentes» (Ef 4,29).
En una comunidad donde se observa desde el principio esta disciplina de la lengua, cada uno en particular podrá hacer un descubrimiento incomparable. No podrá dejar de observar continuamente a su prójimo, de juzgarlo, de condenarlo, de ponerle en su lugar y presionarle. Pero también podrá dejarle completamente libre en la situación en la que Dios le ha colocado respecto a él. Verá ensancharse su horizonte y descubrirá por primera vez, a propósito del prójimo, la riqueza y el esplendor del don de Dios creador.
Dios no creó a mi prójimo como yo lo hubiera creado. No me lo dio como un hermano a quien dominar, sino para que, a través de él, pueda encontrar al Señor que lo creó. En su libertad de criatura de Dios, el prójimo se convierte para mí en fuente de alegría, mientras que antes no era más que motivo de fatiga y pesadumbre.
Dios no quiere que yo forme al prójimo según la imagen que me parezca conveniente, es decir, según mi propia imagen, sino que él lo ha creado a su imagen, independientemente de mí, y nunca puedo saber de antemano cómo se me aparecerá la imagen de Dios en el prójimo; adoptará sin cesar formas completamente nuevas, determinadas únicamente por la libertad creadora de Dios. Esta imagen podrá parecerme insólita e incluso muy poco divina; sin embargo, Dios ha creado al prójimo a imagen de su Hijo, el Crucificado.
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