"Por las entrañas de misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en las sombras de la muerte, para guiar nuestros pasos por el Camino del la Paz" (Lc. 1,78-79)
La Palabra Rahamin significa "Entrañas de Misericordia".
Confiar y descansar en la Misericordia de Dios significa entrar en el útero (Rehem) de Dios que tiene el poder de regenerar, a través de su Igleias y gesta cristianos.
El hombre es introducido en el útero de Dios a través del don de la conversión para que nazca una criatura nueva, como dijo Jesús a Nicodemo (Jn 3, 4)
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"María en el misterio de la cruz y la resurrección" - Meditación tomada del libro «María, Iglesia naciente» publicada por Joseph Ratzinger en el libro que escribió junto al teólogo Hans Urs von Balthasar con el título «María, Iglesia naciente», páginas 57-60:
«Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción --¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!--» (Lucas, 2, 34).
La espada atravesará su corazón: esto hace referencia a la pasión del Hijo, que se convertirá también en pasión de la Madre. Dicha pasión comienza ya con su siguiente visita al Templo:
- María debe aceptar la precedencia del auténtico Padre y de su casa, del Templo;
- Debe aprender a dejar libre a aquel al que dio a luz.
- Debe llevar hasta el final el sí a la voluntad de Dios que la hizo llegar a ser madre:
- Retirarse y ponerlo en libertad para su misión.

En los rechazos de la vida pública y en esta retirada se da un paso importante que se consumará en la cruz con la palabra «Ahí tienes a tu hijo»: desde ese momento, su hijo ya no es Jesús, sino el discípulo.
La aceptación y la disponibilidad es el primer paso que se exige de ella;
El dejar y el dar libertad es el segundo.
Sólo así se hace completa su maternidad: el «Dichoso el seno que te llevó» sólo se hace verdad donde forma parte de la otra bienaventuranza. «Dichosos más bien los que oyen la Palabra de Dios y la guardan» (Lucas 11,27s.). Así, María está preparada para el misterio de la cruz, que no termina simplemente en el Gólgota. Su Hijo sigue siendo signo de contradicción, y así ella sigue sumergida en el dolor de dicha contradicción, el dolor de la maternidad mesiánica.
Especialmente querida para la piedad cristiana se ha hecho precisamente la imagen de la Madre sufriente, convertida totalmente en com-pasión, con el Hijo muerto sobre el regazo.
En la Madre que com-padece han encontrado los dolientes de todos los tiempos el reflejo más puro de esa com-pasión divina que es el único consuelo verdadero. Pues todo dolor, todo padecer es, en su esencia última, aislamiento, pérdida del amor, dicha destrozada de quien ya no es aceptado. Sólo el «com-» puede curar el dolor.

En Bernardo de Claraval se encuentra esta palabra maravillosa: Dios no puede padecer, pero puede com-padecer (1). Bernardo pone con ello cierto punto final a la disputa de los Padres acerca de la novedad del concepto cristiano de Dios. Para el pensamiento antiguo, a la esencia de Dios pertenecía la impasibilidad de la pura razón. A los Padres les resultaba difícil rechazar esta idea y concebir «pasión» alguna en Dios, pero por la Biblia veían, perfectamente, no obstante, que la «revelación de la Biblia» «hace estremecer... [todo] lo que el mundo había pensado sobre Dios». Veían que en Dios hay una pasión muy íntima, que incluso es su genuina esencia: el amor. Y porque ama, el padecimiento no le es ajeno en la forma de com-pasión. «En su amor al hombre, el Impasible ha sufrido la com-pasión misericordiosa», escribe Orígenes a este respecto (2).
Se podría decir que la cruz de Cristo es la com-pasión de Dios por el mundo.
En el Antiguo Testamento hebreo, el com-padecer de Dios al hombre no se expresa con un término del ámbito psicológico, sino que, como corresponde a la modalidad concreta del pensamiento semítico, se designa con un vocablo que en su significado básico denota un órgano corporal, a saber «rahamim», que en singular significa el claustro o seno materno. Lo mismo que «corazón» equivale a sentimiento, y «lomos» y «riñones», a deseo y a dolor, así el seno materno se convierte en la palabra que denota la solidaridad con otro, en referencia muy honda a la facultad del ser humano de existir para otro, de asumirlo en sí mismo, de soportarlo y, soportándolo, darle la vida. El Antiguo Testamento nos dice, con una palabra del lenguaje del cuerpo, cómo Dios nos contiene en sí nos lleva en sí con un amor que com-padece (3).

Así, el dolor de la Madre es dolor pascual que ya manifiesta la transformación de la muerte en la solidaridad redentora del amor. Con ello, sólo en apariencia nos hemos alejado mucho del «Alégrate» con el que comienza la historia de María. Pues la alegría que le es anunciada no es la alegría banal que se concreta en el olvido de los abismos de nuestro ser, y por eso está condenada a caer en el vacío. Es la verdadera alegría, que nos hace arriesgarnos al éxodo del amor hasta el interior de la ardiente santidad de Dios. Es esa verdadera alegría que con el dolor no se destruye, sino que llega a su madurez. Sólo la alegría que se mantiene firme ante el dolor y es más fuerte que el dolor, es la verdadera alegría.
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(1) «In Cant.», s. 26, n. 5, PL 183, 906: «impassibilis est Deus, sed non incompassibilis». Cf. H. de Lubac, «Geist aus der Geschichte. Das Schriftverständnis des Origenes, Einsiedeln 1968 (original francés 1950), p. 285. Todo el capítulo «Ver Gott des Origenes», pp. 269-289, es importante para esta cuestión. H. U. von Balthasar ha tratado repetidas veces el tema contiguo a éste del «dolor de Dios», por última vez en: ID 5, «El último acto», Madrid 1997, pp. 210-243).
(2) H. de Lubac, op. cit., p. 286.
(3) Sobre esto es importante la gran nota 52 de la encíclica de Juan Pablo II «Dives in misericordia» (Sobre la misericordia divina); Cf. también la nota 61.
(02 de mayo de 2005) © Innovative Media Inc.
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