martes, 4 de agosto de 2015

«¡Animo!, que soy yo; no temáis.» «Señor, si eres tú, mándame ir donde ti sobre las aguas.»

San Mateo 14, 22-36
 
22 Inmediatamente obligó a los discípulos a subir a la barca y a ir por delante de él a la otra orilla, mientras él despedía a la gente.
23 Después de despedir a la gente, subió al monte a solas para orar; al atardecer estaba solo allí.
24 La barca se hallaba ya distante de la tierra muchos estadios, zarandeada por las olas, pues el viento era contrario.
25 Y a la cuarta vigilia de la noche vino él hacia ellos, caminando sobre el mar.
26 Los discípulos, viéndole caminar sobre el mar, se turbaron y decían: «Es un fantasma», y de miedo se pusieron a gritar.
27 Pero al instante les habló Jesús diciendo: «¡Animo!, que soy yo; no temáis.»
28 Pedro le respondió: «Señor, si eres tú, mándame ir donde ti sobre las aguas.»
29 «¡Ven!», le dijo. Bajó Pedro de la barca y se puso a caminar sobre las aguas, yendo hacia Jesús.
30 Pero, viendo la violencia del viento, le entró miedo y, como comenzara a hundirse, gritó: «¡Señor, sálvame!»
31 Al punto Jesús, tendiendo la mano, le agarró y le dice: «Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?»
32 Subieron a la barca y amainó el viento.
33 Y los que estaban en la barca se postraron ante él diciendo: «Verdaderamente eres Hijo de Dios.»
34 Terminada la travesía, llegaron a tierra en Genesaret.
35 Los hombres de aquel lugar, apenas le reconocieron, pregonaron la noticia por toda aquella comarca y le presentaron todos los enfermos.
36 Le pedían que tocaran siquiera la orla de su manto; y cuantos la tocaron quedaron salvados.


Mientras Pedro creyó, anduvo con paso firme sobre las aguas; pero cuando dudó, comenzó a hundirse (14,30). Al alejarse y disminuir poco a poco la fe, era arrastrado hacia el fondo. Cuando Jesús se dio cuenta de la dificultad, él, que es capaz de curar las aflicciones íntimas del alma, exclamó: «Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?» (14,31). Y con la fuerza de él, que le cogió la mano derecha, con lo que recobró la fe, llevado de esta mano por el Señor, continuó como antes andando sobre las aguas. Indirectamente habla de esto último el Evangelio cuando señala: «Subieron a la barca...» (14,32). No dice que Pedro subiera después de nadar, sino que nos insinúa que el espacio que recorrió hasta Jesús lo hizo andando y, tras recorrerlo de nuevo, subió a la barca.
San Cirilo de Jerusalén - Catequesis V - La FE



En el mar de la vida y de la historia, María resplandece como Estrella de esperanza. No brilla con luz propia, sino que refleja la de Cristo, Sol que apareció en el horizonte de la humanidad; de este modo, siguiendo la Estrella de María, podemos orientarnos durante el viaje y mantener la ruta hacia Cristo, especialmente en los momentos oscuros y tempestuosos.

El apóstol Pedro conoció bien esta experiencia, pues la vivió personalmente. Una noche, mientras con los demás discípulos estaba atravesando el lago de Galilea, se vio sorprendido por una tempestad. Su barca, a merced de las olas, ya no lograba avanzar. Jesús se acercó en ese momento caminando sobre las aguas, e invitó a Pedro a bajar de la barca y a caminar hacia él. Pedro dio algunos pasos entre las olas, pero luego comenzó a hundirse y entonces gritó: "Señor, ¡sálvame!"


En más de una ocasión a cada uno de nosotros quizá le ha sucedido lo que a Pedro, cuando al caminar sobre las aguas dirigiéndose hacia el Señor de repente se dio cuenta de que el agua no le sostenía y de que estaba a punto de hundirse. Y como Pedro hemos gritado: «Señor, ¡sálvame!» (Mateo, 14, 30). Al ver la furia de los elementos, ¿cómo podíamos atravesar las aguas estruendosas y Pero, entonces, hemos dirigido la mirada hacia él… y él nos ha tomado de la mano y nos ha dado un nuevo «peso específico»: la levedad que se deriva de la fe y que nos eleva hacia lo alto. Y después nos da la mano que nos sostiene y nos lleva. Él nos sostiene. Volvamos a dirigir siempre nuestra mirada hacia él y démosle la mano. Dejemos que su mano nos tome, y entonces no nos hundiremos, sino que nos pondremos al servicio de la vida, que es más fuerte que la muerte, y del amor que es más fuerte que el odio. La fe en Jesús, Hijo del Dios vivo, es el medio por el que volvemos a dar la mano a Jesús y por el que nos toma de la mano y nos guía. Una de mis oraciones preferidas es la petición que la liturgia pone en nuestros labios antes de la Comunión: «… no permitas que me separe de ti». Pidámosle que no caigamos nunca fuera de la comunión de su Cuerpo, de la comunión con el mismo Cristo, que no caigamos nunca fuera de su misterio eucarístico. Pidámosle que no deje de llevarnos de la mano



Este pasaje evangélico entraña un profundo contenido. Atañe al problema más importante de la vida humana: la fe en Jesucristo


Pedro ciertamente tenía fe, como demostró más tarde, de modo magnífico, en las cercanías de Cesarea de Filipo, pero en ese momento su fe aún no era muy firme. Cuando comenzó a soplar más fuerte el viento, Pedro comenzó a hundirse, pues había dudado. No fue el viento el que hizo hundirse a Pedro en el lago, sino su falta de fe. A la fe de Pedro le faltó un elemento esencial: abandonarse plenamente a Cristo, confiar totalmente en él en el momento de la gran prueba; le faltó la esperanza sin reservas en él. La fe y la esperanza, junto con la caridad, constituyen el fundamento de la vida cristiana, cuya piedra angular es Jesucristo.
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La fe en Cristo y la esperanza de la que él es maestro permiten al hombre alcanzar la victoria sobre sí mismo, sobre todo lo que hay en él de débil y pecaminoso, y al mismo tiempo esta fe y esta esperanza lo llevan a la victoria sobre el mal y sobre los efectos del pecado en el mundo que lo rodea.

Cristo libró a Pedro del miedo que se había apoderado de él ante el mar en tempestad. Cristo también nos ayuda a nosotros a superar los momentos difíciles de la vida, si nos dirigimos a él con fe y esperanza para pedirle ayuda. «¡Ánimo!, soy yo; no temáis» (Mt 14, 27).

Una fe fuerte, de la que brota una esperanza ilimitada, virtud tan necesaria hoy, libra al hombre del miedo y le da la fuerza espiritual para resistir a todas las tempestades de la vida. ¡No tengáis miedo de Cristo! Fiaos de él hasta el fondo. Sólo él «tiene palabras de vida eterna». Cristo no defrauda jamás.
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Dirijamos, una vez más, la mirada hacia el lago de Genesaret, por el que navega la barca de Pedro. El lago evoca la imagen del mundo, también la del mundo contemporáneo, en el que vivimos y en el que la Iglesia cumple su misión. Este mundo constituye un desafío para el hombre, como el lago constituyó un desafío para Pedro. Por una parte, era para él algo cercano y conocido como lugar de su trabajo diario de pescador; pero, por otra, era el elemento natural con el que debía confrontar sus fuerzas y su experiencia.
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Es verdad que a veces el mundo puede constituir una amenaza; pero un hombre que vive de fe y esperanza tiene en sí la fuerza del Espíritu para afrontar los peligros de este mundo. Pedro caminó sobre las aguas del lago, aunque ese hecho iba contra la ley de la gravedad, porque miraba a Cristo a los ojos. Cuando dudó, cuando perdió el contacto personal con el Maestro, comenzó a hundirse y escuchó el reproche: «Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste? » (Mt 14, 31).

El ejemplo de Pedro nos enseña la importancia que tiene en la vida espiritual la relación personal con Cristo: es preciso renovarla y profundizarla constantemente. ¿Cómo? Sobre todo con la oración. Orad y aprended a orar; leed y meditad la palabra de Dios; consolidad vuestra relación con Cristo en los sacramentos de la penitencia y la Eucaristía...
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Este mundo, que a veces parece una realidad invencible y amenazadora, un mar en tempestad, al mismo tiempo tiene profunda sed de Cristo, tiene gran sed de la buena nueva. Tiene gran necesidad de amor.

Sed, en este mundo, portadores de fe y esperanza cristiana, viviendo el amor cada día. Sed testigos fieles de Cristo resucitado; no deis nunca marcha atrás ante los obstáculos que se acumulen en los caminos de vuestra vida. 




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